26 abril 2009

Domingos con lluvia.


Ahora recuerdo con nostalgia aquellos maravillosos años en los que, por un tiempo, me dediqué a contar historias en cafeterías y bares a extraños que se entretenian con mis relatos, contribuyendo con ello a que escaparan durante unos minutos de su realidad.

Todo empezó en la Facultad de Filosofía y Letras de Cádiz, que contaba con su propio micro-clima. En el patio, un cartel anunciaba un taller de narración oral escénica que impartiría el grupo Shamán. Nunca olvidaré los maravillosos cuentos que narraban. Armándome de valor, y enfrentándome a mi timidez, me apunté, y desde ese mismo instante algo cambió en mi vida.

Formamos un grupo que se llamaba Ítaca, y aún recuerdo cómo me temblaban las piernas la primera vez que en el aulario "la bomba" me atreví a contar una historia. El pulso se me aceleraba, pensé por un momento que la voz no saldría de mis cuerdas vocales. Todo el mundo me miraba pero, de repente, fue mi historia la que tomó el protagonismo, siendo yo tan sólo su instrumento, se iba reinventando a medida que la contaba, surgía desde lo más profundo de mí, se elevaba por encima de mi persona. Nunca más volví a experimentar una sensación semejante, dado que desde ese momento, y para siempre, caí rendida sin remedio, enamorada del arte de contar cuentos.
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